I
La gran paradoja de la elección presidencial de 2021 estriba en que el destino de las libertades en el Perú depende del éxito o fracaso de la abierta y decidida resistencia que los conservadores han planteado a las doctrinas impulsadas por el progresismo iliberal que se enseñorea en el gobierno, la academia y los medios de comunicación.
La embestida contra las libertades de conciencia, pensamiento, opinión y expresión proviene de quienes las aprovecharon para convertir las herejías de ayer en el credo dominante de hoy y, simultáneamente, encuentra su más efectivo antagonista en quienes decidieron plantarles cara, discutiendo eso que, desde la izquierda marxista en todas sus variantes, se da en llamar -ampulosamente, por cierto- los sentidos comunes de nuestra sociedad.
Hacía buen rato que ese sector conservador -desde el cristianismo no contaminado por el marxismo cultural- les había demostrado en las calles, con manifestaciones multitudinarias vergonzosamente ocultadas por los medios de comunicación, que esos sentidos comunes no eran lo mayoritarios que se decía, sino la veleidosa, engreída, infatuada e intolerante pretensión de superioridad intelectual y moral de un sector del país que se las da de culto o avanzado, y que desprecia a una vigorosa mayoría que no acepta someterse a sus dictados ni está dispuesta a aceptarlo jamás.
II
Atrapados en el narcisismo provocado por el halago y el aplauso que les regalan los medios de comunicación de una plutocracia analfabeta y desclasada, creyeron que bastaría con ocultar la fuerza del movimiento conservador para que éste desapareciera. Más aún, una nítida presencia en los poderes públicos durante la última década, traducida en un control totalitario de la educación escolar y universitaria, conjugada con el poder amplificador de su arrolladora maquinaria propagandística, parecieron suficientes para avergonzar, ridiculizar y pulverizar a quien se opusiera a su programa.
El 2020 los llevó al paroxismo de su poder. Pero, también puso en evidencia las limitaciones de su penetración en el corazón del pueblo. Ni siquiera con todo el aparato público a su favor pudieron encumbrarse como la opción electoralmente más poderosa. Aunque sí se dieron maña para tornar irrelevantes a las voces opositoras. Si bien no les era posible vencer, supieron hacer imposible que los vencieran.
La caída de Vizcarra fue para ellos el punto de ebullición. Sus medios de comunicación áulicos convirtieron las manifestaciones de noviembre -que no fueron, ni por asomo, las más grandes de nuestra historia- en el plebiscito callejero que acabó con el gobierno de transición de Manuel Merino e impuso el de Francisco Sagasti. Fue el triunfo de los efectos especiales que convirtieron en un monstruo temible a la mosca que se paró en el bombillo de luz.
III
La puesta en evidencia de que -aparte de adjudicarse la liquidación de Keiko Fujimori y Alan García, a quienes los medios de comunicación aliados del poder de turno convirtieron en los supervillanos responsables de todos los males del país- el paso de Vizcarra Cornejo por el poder no dejó tras de sí más que una estela de corrupción e ineptitud difícilmente comparable en la Historia del Perú, fue el principio del fin de su racha de buena suerte y mala entraña.
La ambición y la precipitación, ante la imposibilidad de reponer al defenestrado, los llevó a imponerse en el gobierno. El resultado fue desastroso. No han podido resolver el problema de la pandemia, menos el de la economía y mucho menos el de la pobreza. No atinan más que a repetir las fracasadas medidas de aislamiento social. Son los bobos que, en su imprevisión y necedad, pelearon desesperadamente por hacerse de una granada que contaba nueve, sin entender que a ese número no lo sigue el diez esperado sino una mortal explosión. O, a la luz de los hechos, una implosión.
Sus respuestas vienen del viejo y apolillado manual del marxismo cultural, según el cual, la solución de todo problema social, económico o de cualquier otra índole se consigue liquidando alguna libertad, sin importar cuál sea. Si hay una pandemia, aislemos a las personas. Si los precios de las medicinas se elevan, intervengamos el mercado farmacéutico. Si las personas necesitan ser vacunadas y el Estado no puede hacerlo, prohibamos la vacunación por particulares. Nunca funciona, pero, obtusos ellos, creen que esta vez sí lograrán hacer que funcione.
IV
Así llegó la elección general de 2021, en la que -de primera impresión- el Perú parecía condenado a elegir entre las diferentes versiones de más de lo mismo. El nuestro, sin embargo, es un país que -cuando puede elegir- no se sirve del menú que le quieren imponer. Allí está la sorpresiva aparición de Alberto Fujimori cuando los poderes fácticos se empeñaban en imponer a Mario Vargas Llosa. También la aparición de Alejandro Toledo en el tiempo que la maquinaria de Vladimiro Montesinos dio cuenta de toda opción que no fuese Alberto Fujimori.
Con el escenario político copado por los detentadores del poder dentro de los últimos diez años (Vizcarra, Lescano, Humala, Mendoza, Guzmán, Forsyth, etc.), las esperanzas de una elección -en el sentido de escogencia entre opciones diversas- parecían irremisiblemente evaporadas.
Sorpresivamente, un candidato comenzó a entonar un tema ostensiblemente distinto del que quería imponer el progresismo iliberal desde sus candidaturas, sus vientres de alquiler y sus medios de comunicación. Fue elevando progresivamente el tono hasta despertar las ilusiones de ese sector que, con amarga resignación, veía a su país perderse en el mar de una ideología que repudia. No solo despertó, se enlistó.
V
La respuesta no se hizo esperar. Olvidando la advertencia de Alvin Toffler acerca de que los éxitos de ayer no garantizan los de mañana, volvieron a sacar de su repertorio la carta de la ridiculización que tantos réditos les diera poco tiempo atrás. Fracasaron. El Perú no era el mismo país del 2020. Hoy, es un pueblo harto de diez años de fracasos. Siguió el intento de descalificarlo por el carácter conservador de su propuesta. Volvieron a fracasar. El paso siguiente fue censurar su religiosidad. Tampoco sirvió en un país mayoritariamente militante en la cristiandad.
El siguiente movimiento fue intentar ponerlo fuera de la contienda electoral. Sacar del coro de candidatos al que no seguía la partitura impuesta por el progresismo iliberal. No hubo suerte. La falta no era tal y hubiera sido un escándalo mundial que la exclusión se consumara. Todo lo demás está a la vista. Una campaña de lodo y odio desatada desde la maquinaria de propaganda negra en que se han convertido los grandes medios de comunicación. Pero, ¡oh, sorpresa!, el blanco sigue en movimiento.
No se necesita ser conservador para caer en la cuenta de que algo está muy mal aquí y preguntarse cuándo se refundó la Inquisición como instrumento del marxismo cultural para ejecutar autos de fe contra los herejes que se atreven a desafiar las tesis del progresismo iliberal y osan reafirmar en público su fe en Dios o su adhesión al celibato. Esa obscena exhibición de totalitarismo ha convertido, paradójicamente, al candidato conservador en el portaestandarte de las libertades de conciencia, pensamiento, opinión y expresión, y a recordarnos -especialmente a quienes aceptamos la feliz herencia de la Ilustración- que una de las más poderosas proclamas en defensa de esas libertades es la frase que se atribuye a Voltaire: “No comparto tus ideas, pero moriría por defender tu derecho a expresarlas.”
A punto de alcanzar los doscientos años de nuestra Declaración de la Independencia, nosotros, el pueblo del Perú, volvemos a luchar por nuestra libertad.