Las lecciones que nos dejaron los tres años de Gobierno de Vizcarra
Parece ser que el viejo mecanismo vizcarriano de responder con mentiras cuando se le descubre mintiendo ya no surte efecto. El escándalo por la desviación de vacunas hacia él y su mujer y la grotesca reacción de su parte han generado una reacción masiva de repudio. Para los que hemos estudiado la trayectoria de este personaje, este episodio no es más que una anécdota más en un largo prontuario de mentiras con gravísimas consecuencias para nuestro país, que se originaron con el chanchullo de Chinchero, la conspiración con el fujimorismo y otras fuerzas para derrocar a PPK, sus reuniones negadas con Keiko Fujimori, el supuesto adelanto de elecciones, el sicosocial disfrazado de referéndum, la negación fáctica, los ochenta hospitales, la defensa embustera de las pruebas rápidas, etc. Y todos estos engaños tenían la misma lógica: Vizcarra reaccionaba al descubrimiento de sus mentiras con más mentiras y con el viejo recurso de victimizarse atribuyendo todo cuestionamiento a una conspiración de sus enemigos. Ahora ha dicho lo mismo: manifiesta “extrañeza” por el comunicado de la UPCH y acusa a los “enemigos del Perú” de atacarlo. A otro perro con ese hueso.
Sin embargo, ahora que asistimos a lo que probablemente sea su muerte política definitiva (aunque en el Perú nada es seguro), cabe preguntarse qué es lo que en verdad fue Vizcarra. Umberto Jara, por ejemplo, en un artículo reciente lo califica de sicópata. Sea lo que fuere, quisiera esbozar aquí un conjunto de posibilidades interpretativas del fenómeno Vizcarra.
En primer lugar, Vizcarra fue el gobernador regional del Perú. Trasladó las malas artes de estas instituciones, que azotan ya desde hace casi 20 años a nuestro país, al gobierno nacional. Todos los que vivimos en el interior del Perú sabemos que, dada la peculiar índole confusa de las funciones de estos órganos y las características de la vida política provinciana signada por la corrupción y la impunidad fácil, el único interés de estas autoridades es la conquista y usufructo del poder a cualquier precio. No hay ninguna visión del mundo o proyecto ulterior más allá de esto. Ni siquiera es necesario hacer una gestión de gobierno real: basta propiciar a medios y caciques locales para comprar un poco de paz por un tiempo. Además, el modus operandi de Richards Swings y otros consultores, en los que ha sido pródigo el vizcarrato, es idéntico a las viejas artes de extraer presupuesto con proyectos fútiles sobrevalorados en las regiones. Y en torno a ese diezmo y a otros direccionamientos similares, así como el reparto de cargos y puestos de confianza, se acaba generando una clientela que, gracias a la omertà y al constante intercambio de bienes y servicios, asegurará una vigencia al capo político por algunos años más.
En segundo lugar, Vizcarra fue una especie de Fujimori de los caviares, mutatis mutandis. Déjenme explicarlo con más detalle. En un artículo de un intelectual izquierdista se admitía que Vizcarra probablemente fue un conspirador junto con el fujiaprismo, que probablemente esté involucrado en actos de corrupción y que quizá su gestión de la pandemia fue mala, pero que el balance lo favorece pues “luchó contra la corrupción”; es decir, desarticuló a los enemigos políticos de ese intelectual, disolviendo el Congreso y persiguiendo a los congresistas. Es el mismo rollo de tantos defensores de los “hombres fuertes” en la historia del Perú: «habrá sido un maldito, pero destruyó a quienes odio tanto y eso justifica todo lo que hizo». Lo curioso es que la supuestamente virginal izquierda caviar acaba cayendo en el mismo discurso que detesta.
Sin embargo, si en el maquiavelismo puede haber una cierta analogía, en lo demás no hay ningún parecido. Los enemigos contra los que luchó Fujimori eran formidables: el senderismo y una clase política estatista y parasitaria, así como una institucionalidad que aseguraba el hundimiento perpetuo del Perú. Los enemigos de Vizcarra fueron quienes lo crearon: el APRA, partido gracias al cual se “capitalizó” en los años ochenta y con el que postuló en 2006 al gobierno de Moquegua; el fujimorismo, que le otorgó el poder en 2018 ante la inminente vacancia de PPK; y PPK mismo, su presidente. Y, al margen de su condición grotesca, estos enemigos no eran más que villanos de cartón, a los que Vizcarra sacaba y ponía a placer para manipular a la opinión pública. Estos enemigos le aprobaban todos los presupuestos y, aunque manejaban una retórica mediática a veces agresiva, a la larga acababan colaborando con su futuro verdugo. Finalmente, el maquiavélico Fujimori dejó un país con muchísimos problemas políticos, morales y sociales pero mejor que el que encontró. Del maquiavélico Vizcarra no se puede decir lo mismo: heredó una economía boyante y nos dejó, gracias a la incapacidad de sus tecnócratas e ideólogos autistas, y a su absoluto desinterés por cualquier cosa que no sea su autopromoción, la peor gestión del mundo en la pandemia.
Por último, Vizcarra fue víctima y victimario a la vez de una extraña follie à deux, de una locura compartida, con un sector considerable de la opinión pública. Gozó de la popularidad que en el Perú siempre han gozado los presidentes no elegidos (como Paniagua) y los que se enfrentan al Congreso (como Fujimori). Pero la cosa fue aún más grave: en los momentos de peor incertidumbre por la pandemia, el mensaje de mediodía de Vizcarra con su mezcla de mentiras condescendientes, retas y culpabilización constante a la población tenía el paradójico efecto hipnótico de cautivarla. Esta peculiar mezcla de agresión y adulación es la misma técnica que los seductores seriales y las sectas religiosas aplican para captar personas emocionalmente vulnerables y que carecen o tienen problemas con la figura paterna. Era, por tanto, verdaderamente sorprendente, en los momentos de los engaños más grotescos respecto a la efectividad de las pruebas rápidas y de las cuarentenas estrictas revisar algunas redes sociales y encontrar a muchos ingenuos elevar al criollísimo Vizcarra a la categoría de Padre de los Pueblos del Perú. Cualquier crítica era considerada una blasfemia y una traición a la patria. Y, ante los crecientes cuestionamientos, este sector exigía al presidente, como en la canción de Luis Miguel, que, por favor, le mienta. Este ambiente de codependencia y de sobonería mediática petrificó a Vizcarra en un mundo de mentiras, que, al parecer, acabaron por ahogarlo.
Ya han salido algunos antiguos cómplices de Vizcarra y otros personajes grotescos y venales, que se quedaron callados durante los últimos años, a cubrirlo de epítetos. Era de esperarse: cosas semejantes ocurrieron en 1930, en 1980 y en 2000.
Por eso, creo que la lección que los últimos tres años nos deben dejar es abandonar el odio como principio rector de la política. Incluso si se trata del odio a Vizcarra. Porque cuando la política se enferma de odio, cuando se justifica y se apoya a canallas con tal que destruyan y escarmienten a nuestros enemigos, se genera un caldo de cultivo donde figuras inescrupulosas como el expresidente florecen. Y eso acaba perjudicando terriblemente al Perú.