Vivimos el bicentenario con tristeza, ansiedad y desconcierto
El bicentenario llegó, y lo vivimos con pena y sin gloria. Una efeméride que quedó envuelta –o mejor sería decir, enredada– en un conjunto de hechos complejos que trascienden, sin duda, el inicio del gobierno de Pedro Castillo Terrones, pero que lo marcan casi de manera indeleble. Este último 28 de julio, lo vivimos con tristeza y ansiedad y hubo tantos detalles desconcertantes que el recuerdo de nuestros 200 años de vida política pasó del todo inadvertido.
Comprendo que hay quienes piensan que no es necesario ni conveniente y mucho menos importante el recordar la fecha fundacional. Otros dirán que las circunstancias no son las mejores, y no faltarán aquellos para quienes el conocimiento y recuerdo de la historia les merece casi desprecio y desinterés. Gracias a Dios somos no pocos los que estimamos que no podemos construir el futuro si desconocemos nuestras raíces. Y que es indispensable encontrar momentos, hitos o hechos que, cual señales luminosas, vayan marcando el camino por el que transitamos, como ciudadanos de una nación. Ello no quiere decir que ese caminar sea solo glorioso; hay hitos de sombras, de pena, de sufrimiento, como hay momentos de triunfo, de logros, de éxito. Así es la vida, así es la historia y en esa realidad es en la que tenemos que insertarnos, reconocernos y vivir.
No pretendo hacer un análisis de todo lo ocurrido; solo quiero destacar algunos instantes, expresiones o hechos que no deben dejar de ser mencionados. Mucho de errático he percibido en estos dos días en los que se inicia un nuevo periodo gubernamental; empezando por supuesto, por el gravísimo error del señor Sagasti de pretender imponer unas formas que causaron desasosiego y, lamentablemente, una tensa situación que rayaba en lo ridículo. Querer tener un último baño de popularidad y llegar a la puerta de la sede del Poder Legislativo no tuvo razón de ser; estuvo fuera de toda organización y no ayudó a que ese día hubiera menos dificultades de tipo formal.
La banda presidencial simboliza el poder que el pueblo entrega a un ciudadano; no es una telita que se dobla para guardar en una caja; es un símbolo de altísimo significado y debe ser cuidada en todos los extremos, con alto respeto y dignidad. La banda la portaba ya la presidenta del Congreso porque en ese momento ella era la máxima autoridad de la nación. Y cuando se la retira y la coloca en el nuevo mandatario, lo que hace es un acto bellísimo que significa que el pueblo, representado por el Congreso, le entrega la máxima dignidad a un ciudadano. Esos gestos son los que dan sustento formal, y no son meras piezas de teatro.
No puedo dejar de señalar que me sorprendió la voluntad del mandatario de transformar el uso de Palacio de Gobierno. Puedo entender que existe en él una genuina vocación de apertura hacia toda la población, pero quizá se le podría orientar para que su deseo se cumpla de una manera realista, con más lógica y eficiencia. Lo cierto es que Palacio de Gobierno tiene poco de colonial; mejor dicho, nada. Hay que saber que nosotros no fuimos una colonia de España; fuimos un virreinato, y el mejor, mayor y más importante: la niña de los ojos de la corona. Puede ser que el término colonia se utilice asociado a vasallaje y sometimiento, pero no podemos dejar de explicar que el Perú pudo haber estado sometido a una potencia europea, pero no fue colonia. La dignidad y condición de ser virreinato, es mucho mayor.
Palacio de Gobierno se levantó sobre un espacio sagrado, y quizá es por ello que en su interior existen varios niveles. Y en el subsuelo se conservan aún importantes restos de los asentamientos milenarios en Lima. Es una construcción republicana, cuya factura actual corresponde a la segunda mitad del siglo pasado ya que en 1821, concretamente el 3 de julio de ese año, días previos a las celebraciones por el centenario de la proclamación de la independencia, sufrió un incendio que afectó gran parte de las áreas de protocolo. El edificio que hoy es símbolo arquitectónico de la ciudad, de la capital de todos los peruanos, es obra del arquitecto polaco Ricardo de Jaxa Malachowski, quien inició la transformación de la sede del Poder Ejecutivo en 1937.
Es un monumento con riquísima historia que, por qué no, puede y debe ser puesta en conocimiento de la ciudadanía. Eso no significa transformar ese espacio en un museo. Bien lo he leído en palabras de Natalia Majluf, quien señala varias razones para desistir de esa propuesta; recientemente se ha “pre” inaugurado un nuevo Museo en Pachacamac, inmenso, imponente y discutido, que será, en principio, concluido en 2024.
El país tiene varios espacios denominados museos, pero carece de una estructura sólida para ellos: no se asignan fondos suficientes, carecen de personal técnico suficiente y ellos están casi todos en Lima, siendo los particulares los que, sin duda, cumplen a cabalidad su misión. No se trata de “nominar” a un espacio como museo; se trata de darle vida a los que ya existen, potenciarlos; incluyendo por cierto aquellos espacios museísticos en todo el Perú, con la dignidad, responsabilidad y criterios técnicos que requieren.
Esto no es óbice para que, un sector de Palacio de Gobierno pueda habilitarse para recibir visitas, para albergar eventuales exposiciones, como ha sido en oportunidades anteriores y para mostrar muchos de sus tesoros. Ello sería factible e interesante y, me atrevería a decir que sería conveniente si es solo eso. Pero teniendo tantos museos que esperan ser atendidos, redescubiertos, modernizados para recibir atención técnica, restauración, renovación, investigación y medidas de seguridad, entre otros requerimientos, parece inadecuado asumir una tarea tan innecesaria frente a otras necesidades del mismo tipo en todo el país.
Somos muchos los que tenemos experiencia en esta materia y sabemos de lo que hablamos. Sin duda, muchos estaríamos en la mejor voluntad y disposición de apoyar, orientar y actuar en favor del patrimonio nacional, rico, diverso pero muy poco valorado; pero no para generar un foco más de gasto, atención temporal y transitoria, cuando el resto de los museos y repositorios de colecciones en el país, claman por urgente atención.
No siempre las buenas intenciones son realizables. Y en este caso particular, será bueno orientar al mandatario hacia una decisión media que pueda satisfacer su justa inquietud. Pero que sea también un acto y una decisión importantísima respecto a la obligación del Estado para con el patrimonio cultural de la Nación, en mucho abandonado. Y para mostrar una actitud real, directa, positiva y eficiente hacia el universo de los museos de nuestro país, incluyendo a muchos en Lima que están aletargados, abandonados, desatendidos.