Protestas no deben atentar contra la gobernabilidad
Las últimas protestas constituyen una especie de desembalse de muchas necesidades y exigencias que fueron “contenidas” por el antepenúltimo presidente, al poner en primer lugar de su agenda la confrontación con el Poder legislativo y la necesidad de la reforma política. Con ello orientó a la población a formar fila por el apoyo o la oposición, “forzándolos” a posponer, por más de dos años, sus necesidades inmediatas y reivindicaciones. Por eso no debe extrañarnos que tras las movilizaciones juveniles, y adelantándose a la segunda ola de la pandemia, asuman la posta trabajadores organizados del agro, rondas campesinas, juntas de usuarios y comunidades campesinas que se sienten afectadas por la explotación minera. Esto último es una oportunidad para que los mineros ilegales e informales empiecen a activarse. De ese modo han surgido diversidad de demandas e intereses, que requieren respuestas concretas para evitar su escalamiento.
Dicho de otro modo, nos encontramos en circunstancias en que los conflictos sociales no solo están presentes, sino que van incrementándose con muchas posibilidades de articularse y transformarse en oportunidad para acciones de violencia. Lamentablemente estos hechos se presentan justo cuando creíamos haber superado las protestas que obligaron a la renuncia del presidente Merino, y llegábamos a cierto “acuerdo” sobre las prioridades a ser asumidas por el Gobierno de transición. Prioridades referidas a la lucha contra la corrupción, la reactivación de la economía, la recuperación del empleo, el fortalecimiento del sistema de salud (para responder acertadamente contra la pandemia Covid-19) y las garantías de neutralidad en las elecciones generales del 2021. Elecciones que posiblemente sean alteradas, pues las movilizaciones con sus exigencias de por medio, acaso impongan un curso diferente.
Esta coyuntura, donde la inestabilidad política evidencia un serio debilitamiento de la institucionalidad democrática; incremento de la frustración y descontento popular como resultado de la desigualdad económica (desfavorable para muchos pobladores); limitaciones en el acceso a oportunidades diversas, en especial al empleo; disconformidad institucional con ciertas decisiones asumidas por el gobierno; intranquilidad por el suave manejo de la corrupción, entre otros; requiere (sin negar las justas necesidades y expectativas manifiestas) de un escenario de paz y tranquilidad para encontrar soluciones en el marco del respeto de los derechos humanos, así como de los valores democráticos. En ese sentido, resulta oportuno recordar a Juan Pablo II cuando señalaba: “Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad”
En el contexto señalado, para asumir una justa valoración de las ocurrencias, al igual que su adecuado tratamiento, interesa tener en cuenta, en primer término, que los movimientos de protesta en curso expresan en gran medida la lucha por la igualdad, que lleva su adhesión con dos aspectos importantes y complementarios: democracia y libertad; y en segundo lugar, que su abordaje demanda por parte del Estado, eficiencia y oportunidad, lo cual pasa por la priorización de acciones de prevención, es decir, ponerse delante de los acontecimientos a fin de evitar que los incidentes le ganen la partida al gobierno y que las controversias, diferencias y conflictos sociales, se conviertan en una constante, que atente contra la gobernabilidad.