Un debate que perdurará en los próximos años
Pasados unos días luego de la sentencia de un magistrado en contra del periodista Christopher Acosta y el editor Jerónimo Pimentel, por la publicación del libro Plata como cancha, algunas cosas parecen evidentes. En primer lugar, es difícil entender porque se condena a Pimentel, quien en calidad de editor tiene responsabilidades diferentes. En segundo lugar, la reparación civil no parece destinada a reparar un daño, sino a otro objetivo. La cantidad se vuelve inalcanzable para cualquier esgrimista de la pluma.
Sin embargo, luego de escuchar al abogado Enrique Ghersi sobre las supuestas afectaciones al honor del agraviado es incuestionable que el problema se vuelve extremadamente complejo y, de alguna manera, se convierte en un debate que llega para quedarse para siempre. El ejercicio de un derecho, en ninguna circunstancia, puede terminar relativizando el derecho al honor que todo ciudadano debería tener.
En cualquier caso, una lectura sosegada de la sentencia y un debate al margen de las mayorías circunstanciales que se forman en las redes y la media nos permitirá observar el problema más allá de las coyunturas. Sin embargo, la relación entre libertades y derechos con respecto al honor de un ciudadano es un viejo tema de la modernidad que, de alguna manera, siempre ha estado detrás de las relaciones entre totalitarismo y libertad.
Desde la revolución francesa, los ilustrados siempre creyeron que los dos derechos fundamentales de cualquier ciudadano solo se reducían a la propiedad y la libertad. El honor de los hombres pasó a ser considerado un valor que no tenía mucha importancia. Una reliquia del pasado que sobrevivía en las novelas de caballería o en los personajes de La Odisea y La Iliada.
Más tarde, la revolución bolchevique confirmó que para el hombre solo valían la propiedad y la libertad. La reescritura de la historia reemplazó el derecho al honor, y los amigos de Lenin –enemigos de Stalin– fueron sometidos a los juicios de Moscú. Es decir, al escarnio y liquidación pública, y antes de ser eliminados físicamente perdieron el derecho al honor.
El tema entonces es más complejo de lo que parece. No se trata de un debate entre “libertarios” versus mercantilistas y enemigos de la libertad de prensa. Es un debate que atraviesa a todo Occidente y a cualquier sociedad en donde se ejerzan libertades.
El tema adquiere niveles no imaginados con la sociedad de las redes y las telecomunicaciones, que posibilitan que millones formen mayorías circunstanciales –en tiempo real– que linchan a cualquiera y construyen verdades virtuales. Y en ese camino arrasan con el honor de cualquiera.
Si una sociedad no promueve el respeto al derecho del honor –es decir, a la memoria personal que sobrevive a través de las instituciones y las tradiciones de una sociedad–, ¿cómo entonces se preservan las instituciones y se forman hombres probos? La idea de que solo la ley y las sanciones organizan las instituciones es un concepto racionalista que demuestra límites de aquí para allá.
Los antiguos preferían entregar la vida por el honor. Sacrificaban sin pensarlo la libertad y la propiedad. No se trata de volver a la antigüedad. Se trata de entender que estamos en la sociedad digital donde el honor, a veces, no tiene la menor importancia.
La sentencia en segunda instancia debería, entonces, corregir cualquier exceso en contra de la libertad de prensa. Pero también debería preservar el principio acerca de que en el sistema republicano también se protege el honor de cualquiera.