¿Terminaremos transitando el nuevo sendero luminoso del fracaso?
Hacía muchos años que no experimentaba esta sensación de desgracia inminente. Tendría que remontarme a la mañana del 3 de octubre de 1968, cuando desperté, entré al comedor y vi a mi familia escuchando la radio con rostros compungidos. Yo tenía diez años y recuerdo ese momento como el despertar de mi conciencia política. Escuché la voz grave de la radio anunciando que unos tanques blindados habían rodeado Palacio de Gobierno, sacado al presidente de la República en la oscuridad de la noche y expulsado del país.
Un golpe de Estado no era ninguna novedad en el Perú. Sin embargo, esta vez era diferente. Había un nuevo lenguaje en estos golpistas. No se anunciaban nuevas elecciones sino cosas distintas. Se hablaba de revolución y cambios profundos, de ricos y pobres, de campesinos y patrones, de verdadera independencia, de traidores y patriotas. El dictador se presentó como nuestro liberador. Venía a liberarnos de una indigna clase política y al fin nos daría un nuevo amanecer para la patria. El mesías se llamaba Juan Velasco Alvarado. Todos nos estremecimos con un cierto temor vago. Y no nos equivocamos.
Hubo muchos cambios, pero para peor. Incluso cambios tontos, como obligar a los escolares a dejar sus uniformes de colegio y usar un único uniforme gris para que no haya distinciones. Teníamos que ser todos iguales. Nos obligaron a cantar el himno en quechua y eliminaron el color rojo de las notas para que los desaprobados no se traumaran. Esa clase de tonterías empezaron a hacerse. Nos bombardeaban con discursos baratos de igualdad.
Fue una época sin ley ni Constitución. Todo estaba regido por la voluntad del dictador. Sus discursos incendiarios parecían arengas de guerra. Había que combatir a los malos peruanos, a los poderosos, a los extranjeros que se habían adueñado del Perú y que se llevaban nuestras riquezas. Todo estaría al servicio del pueblo, del “verdadero pueblo”. Por esos días estudiaba un cadete venezolano en la Escuela Militar de Chorrillos y estaba encandilado con todo lo que ocurría en el Perú. Muchos años después fue presidente de su país y repitió de memoria todo lo que había aprendido de Velasco. Su nombre era Hugo Chávez.
Velasco lo destruyó todo para crear un mundo nuevo con los planos de sus asesores comunistas. Pero la realidad solo fue deteriorándose día a día. Dicen sus adulones que “le devolvió la dignidad al campesino”. Boberías. La verdad es que los empobreció al punto que tuvieron que migrar a la costa. Ellos crearon Villa el Salvador y llenaron el cono norte, para luego sobrevivir como ambulantes en Lima. Esa fue la dignidad que les dio Velasco. El Perú se fue cuesta abajo sin remedio. Luego llegó la izquierda terrorista y estuvimos a punto de desaparecer del mapa. Por suerte los cambios de los noventa rescataron al Perú de la debacle.
Pero como la mula, el Perú vuelve al trigo. Hoy siento nuevamente aquella sensación de catástrofe inminente, como si oyera el crujir de paredes a punto de desplomarse. Pedro Castillo es la expresión de la degradación de la clase política del nuevo milenio. Es lo peor de lo peor en esa casta de improvisados y saltimbanquis, sin mayor oficio que la charlatanería y la ambición. Carente del más mínimo recurso intelectual, sin atisbo de cultura y con lenguaje de estibador de La Parada, como buen izquierdista se llena la boca con el clásico discurso barato de ricos y pobres, lucha de clases, odio social contra los explotadores, etc. Nos ofrece un nuevo paraíso, una sociedad más justa, un cambio de modelo, una nueva Constitución. Apela a la voluntad del pueblo, a la verdadera independencia, etc. Es el mismo chip de todo rojo del montón adoctrinado de paporreta en algún claustro clandestino.
La misma palabrería cursi y relamida que suena a música celestial para los imberbes, pero que debería motivarnos alerta a los mayores. Ya hemos visto y padecido a suficientes payasos de esta categoría, no solo en el Perú sino en el vecindario sudamericano, siempre con los mismos resultados desastrosos. En todos lados han causado miseria. Me sorprende que medio país esté dispuesto a poner a ese adefesio de personaje en el poder. Y lo más triste es que la mayoría lo hace por puro odio hacia Keiko Fujimori. Esta gente está tan envenenada de odio, les han mentido tanto, les han contado tantos mitos y cuentos de terror que tienen más miedo de Keiko que a una banda de comunistas corruptos aliados con el senderismo. Gran éxito de la izquierda mendaz y sus campañas de demolición.
Además, indigna ver a referentes del periodismo, supuestos intelectuales y sabelotodos de los medios, gente que uno estima inteligente, poniendo en duda lo que le conviene al país, como si el comunismo trasnochado del iletrado Pedro Castillo, con su entorno de trepadores de última hora (todos de medio pelo para abajo), sus ataduras con Vladimir Cerrón y el Movadef, pudiera llevar al país a buen derrotero. Por tontos como ellos vamos a terminar transitando por el nuevo sendero luminoso del fracaso. Es la crónica de un fracaso anunciado.