Algunos peligros de la licuefacción del régimen castillista
Lo inevitable. ¿Qué es lo inevitable?
¿Qué te hará saber lo inevitable?
Sagrado Corán, azora LXIX, versículos 1-3
Ocurrió lo inevitable. Es más, podríamos decir que ocurrió lo que siempre ocurre con el gobierno de Pedro Castillo. Ha demostrado ser un gobierno con una capacidad increíblemente inmensa para autodestruirse. No hablemos del daño grave al Perú que significó elegir para la presidencia a una persona de las características de Pedro Castillo y a un partido de las características de Perú Libre: eso era evidente, clarísimo, obvio, cristalino, axiomático, innegable para cualquiera que no estuviese enceguecido por ideologías o, peor aún, por odios irracionales. Hablemos más bien de cierta característica, presente hasta en las más elementales formas de vida del universo, pero de la que este gobierno parece carecer: el instinto de supervivencia. Más aún, incluso hasta los entes inanimados tienen una cierta fomes essendi, un hambre de permanecer en el ser, de seguir existiendo. Por el contrario, este gobierno parece ser el más interesado en erosionarse hasta extremos verdaderamente ridículos. Y eso nos debe llevar a realizar ciertas conjeturas.
En primer lugar, el extraño toque de queda del 5 de abril en Lima no tuvo ninguna utilidad más allá de «unificar» dos protestas: la limeña anticastillista, pacífica y, por lo general, ignorada por los medios; y la periférica de transportistas formales e informales y de algunos productores agrícolas, y engrosarlas con centenares de perplejos que solo querían ir a trabajar y que, al final, acabaron decantándose hacia el repudio a Castillo.
Hasta antes de la declaratoria –literalmente entre gallos y medianoche– del toque de queda, las protestas del interior no habrían sido para los sectores limeños anticastillistas más que un par de minutos de reportaje de Willax en la noche, y a lo sumo habrían generado un comentario respecto al «desgobierno» en el país. Pero el toque de queda le dio a las ya tradicionales manifestaciones anticastillistas limeñas una resonancia que ninguno de sus propugnadores hubiera podido producir jamás. Así que la inmovilización no solo evitó el cerco popular de descontento hacia Castillo, sino que lo acrecentó. En la noche, ante el Congreso, el premier Torres dijo que se había decretado esa medida para evitar que pase lo que está pasando (es decir el ataque a instituciones públicas y los saqueos). Pero lo curioso es que, si ya sabían que iba a pasar algo así, ¿cómo no lo evitaron? ¿No era ese el objetivo de inmovilizar a la población y sacar policías a las calles?
Por otro lado, si la misma Policía ha negado haber sugerido tal medida, ¿de dónde provienen las dotes clarividentes de Torres para conocer lo que iba a pasar en el futuro? A lo mejor es un agudo descifrador de tendencias sociales (fenómeno extraordinario en un gabinete de Castillo) o, como insinuó el psicólogo social Jorge Yamamoto en un canal local, estamos ante algo debidamente orquestado. Curiosamente Torres se ha visto en la necesidad de proclamar la incompetencia de la policía nacional urbi et orbi, en una entrevista con una radio colombiana. Quizá quiso poner el parche antes del chupo: del chupo purulento que saldrá cuando se vea que los saqueos y desmanes de la noche del 5 de abril pudieron ser evitados.
No caigamos en teorías de la conspiración. Seamos serios como los politólogos de la tele. Sin embargo, me sigue produciendo resquemor cómo César Landa o Roberto Sánchez pudieron permitir que Pedro Castillo resbale tan feo con una medida de estas características. ¿No están ahí para aconsejar al humilde maestro, a ese personaje de Frank Capra chotano, extraído de los más prístinos viveros de la peruanidad telúrica, y, por tanto, susceptible a ser engañado por las sofisterías de la Lima bizantina? Porque a veces me parece que, desde adentro, estuvieran empujando al Profe al barranco.
Y cuando la cosa no podía ir peor, el doctor Torres proclamó nuevamente, también urbi et orbi, su admiración por Hitler en Huancayo (ya lo había hecho el 18 de marzo). Parece que ya no queda error por cometer, entonces. Como dato curioso, hemos tenido a un premier admirador de Stalin (Bellido) y a otro de Hitler (Torres) en un mismo gobierno, ni a Aleksandr Dugin o a los hermanos Strasser se les podría haber ocurrido tamaña monstruosidad, solo a Pedro Castillo y a la mitad del electorado peruano. Se cumple lo que advertí en una columna antes de la segunda vuelta: la candidatura de Castillo reunía a las dos tradiciones totalitarias del siglo XX; pero los «demócratas de toda la vida» pensaron otra cosa y acabaron marcando el lápiz, para «salvar la democracia».
Sin embargo mis perplejidades fueron decreciendo cuando comprobé el oportunísimo desmarque de Verónika Mendoza el mismo 5 de abril. Acusaba al gobierno de traidor. Palabras mayores: ¿qué dirán Nadine Heredia y el cura Arana? Y, poco a poco, se me fue aclarando el panorama.
Como sabemos, ni aun sumando los votos de toda la derecha, del centro y de la centro-izquierda se podría vacar a Castillo. Se necesitarían votos de la izquierda cerronista o de la izquierda progresista de Juntos por el Perú o del cambalache castillista de Perú Democrático. Y no creo que sea conveniente una vacancia negociada con ninguno de estos grupos, particularmente con Juntos por el Perú. Si nos remontamos a la caída de Merino, un escenario de caos acabó catapultando a la bancada más pequeña (el Partido Morado) al control del Congreso y luego del Ejecutivo. Mucho me temo que ahora ocurra algo semejante con la microbancada progresista, convertida en el gran elector.
Tengo la ligera sospecha de que Dina Boluarte ya ha sido totalmente copada y que el caviarismo sempiterno le ha armado hasta un gabinete. Alguien podrá decir que un gobierno caviar de Boluarte sería mejor que lo que tenemos ahora o que, en todo caso, ella podría ser también vacada. No lo creo. En primer lugar, tenemos ahora a un Castillo erosionado, copable, debilitado, carente de autoridad moral y… peleado con Verónika Mendoza. Sus chances de hacer daño están seriamente limitadas. Por otro lado, la asunción de Boluarte significaría tener nuevamente a los santones de la prensa bienpensante clamando contra cualquiera que «ose traer de nuevo el fantasma de la inestabilidad», eso es, de la vacancia, y su capacidad de amedrentar a los de por sí medrosos congresistas, incluso de la derecha, crecería. Es más, Boluarte vendría con nuevos aires y podría prometer «un nuevo pacto» social para acabar con la inestabilidad y el caos, una asamblea constituyente, con más fuerza que el macilento Castillo.
Finalmente, un adelanto de elecciones en un contexto de crisis económica temporal serviría para poner la segunda vuelta en bandeja para cualquier irresponsable o sociópata que prometa subsidios a tutiplén y, como ha venido demostrando nuestra historia en las últimas elecciones precipitadas, nada nos garantiza que el próximo congreso o la próxima segunda vuelta sean menos lamentables que los de 2021: todo lo contrario. Además, como ya pasó en 2018 y 2020, se generalizaría la narrativa de que un congreso efímero y desprestigiado no debería elegir al TC. Es evidente que las verdaderas batallas, a la larga, se van a librar allí. Y mientras la derecha tenga todavía capacidad de maniobra y negociación debe asegurarse un TC sensato. Y eso se puede hacer todavía en este Congreso. Porque si, por una precipitación, se van todos ahora, nada nos garantiza que el próximo parlamento, elegido en medio de la turbulencia y la precipitación y luego de tanto cargamontón mediático y académico, no acabe en menos de demagogias de toda laya.
Así que hay que andar con pies de plomo y usar el radar anticaviar de Uri Ben Schmuel, que indicaba como verdadero y bueno a priori todo lo contrario a lo que defendiesen, auspiciasen o proclamasen los caviares. Si estos santos señores empiezan a clamar contra Castillo y a pedir su renuncia o vacancia, pues lo mejor será que el profesor se quede hasta el 2026, al margen de las justas indignaciones. O, al menos, esperar un poco, un poquito más. Digo.