No es en favor del progreso, sino para la perpetuación en el poder
La reciente entrevista realizada al presidente de la República, publicada en el Semanario “Hildebrandt en sus trece”, deja claro que el Ejecutivo insistirá con su propósito para convocar una asamblea constituyente, a pesar de que la Constitución y mayoría parlamentaria le digan que “[t]oda reforma constitucional debe ser aprobada por el Congreso” (artículo 206 CP). Nos queda esperar la decisión del Tribunal Constitucional tras la inminente presentación de una demanda de inconstitucionalidad contra la ley aprobada y promulgada por insistencia. Una norma que confirma las disposiciones constitucionales y legales que interpretan, armónicamente, el artículo 206, así como el inciso (a), artículo 32 de la Carta de 1993, e inciso (a), artículo 39 de la Ley Nﹾ 26300. El debate continuará, pero nos preguntamos: ¿qué impide la Constitución de 1993 al Gobierno para poder obrar como un promotor de la inversión, formalidad, empleo, mejores servicios de salud, educación, infraestructura y un conjunto de políticas públicas en favor de la inclusión social y las personas en situación de abandono?
En sus casi treinta años de vigencia, los avances jurisprudenciales de la Constitución de 1993 son notorios, a pesar de existir sentencias de todo tipo y para todos los gustos e ideologías. Sin embargo, también es cierto que Ejecutivo y Legislativo han dejado pendiente una serie de normas de desarrollo que debieron implementar las disposiciones constitucionales relativas al régimen económico y la seguridad jurídica. La Constitución reconoce la libre iniciativa privada, la libertad de empresa, el mercado, prohíbe las prácticas monopólicas y oligopólicas, pero no han aprobado una ley que las impida y sancione realmente; por otra parte, la informalidad se ha elevado a más del 70%, pero tampoco existe la decisión política para formalizarlas a la vez de facilitarles flexibilidad laboral y que tributen lo justo al Estado en beneficio de la sociedad, el camino más democrático para distribuir la riqueza.
La gestión pública para llevar luz, agua, un sistema de desagüe que mejore la calidad de vida del pueblo, así como la difusión de un efectivo plan de vivienda con sentido urbanista no requiere un cambio constitucional. La Constitución tampoco le impide impulsar una revolución educativa aprovechando la suspensión de clases presenciales, mediante la inversión pública para mejorar los recintos escolares, capacitación permanente de profesores llevando los servicios de internet en todo el territorio nacional (¿qué pasó con el plan Huascarán?). Si a pesar de las diferencias, la alternancia política mantuviera una línea recta sobre un conjunto de temas que estén fuera de discusión, por ejemplo, la progresiva cobertura de servicios públicos de calidad para todos, sin excepción, vía concesión a inversionistas, con tarifas justas y debidos órganos reguladores, así como un sistema integrado de transporte en todo el territorio nacional como meta para los próximos años, el jefe de Estado habría iniciado la revolución más libre y fértil jamás conocida en doscientos años de historia republicana.
Como ocurrió en otros países de la región, Bolivia, Nicaragua, Venezuela y, recientemente, en los debates convencionales de nueva Norma Fundamental para Chile, los deseos de cambio constitucional no son en favor del progreso sino de la perpetuación en el poder, no buscan el crecimiento económico con justicia social sino el propósito de intervención y control de todas las actividades productivas, tampoco para la protección al medio ambiente sino evitar la inversión extranjera, mucho menos para el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales cuando en realidad se trata de un pretexto para perseguir a sus enemigos políticos. Si en el fondo esos son los objetivos para insistir en una asamblea constituyente, la Constitución actual y su jurisprudencia resultan un gran escollo para sus reales propósitos.