I
La disposición dictada por la Fiscal de la Nación, abriendo diligencias preliminares de investigación contra el presidente de la República y suspendiéndolas a renglón seguido, ha sido condenada como un blindaje por gruesos sectores de la opinión pública y de la opinión publicada. Algunos llegan a tildarla de traición a la función que le encomienda la Constitución. Temo que se precipitan y por precipitarse se equivocan.
No es más que la demostración de adónde conducen las interpretaciones disparatadas. No uno, sino muchos distinguidos juristas opinaron que el hecho de que el jefe de Estado no pudiera ser acusado no impedía que se le investigara. Total, la acusación es el corolario de una investigación, la cual, a su vez, es un acopio de evidencia. Son cosas distintas, así que cabe diferenciarlas, sostuvieron sentenciosos.
La sagaz interpretación -que ya había tenido éxito en el 2000 para sustentar el dictado de una ley que permitió adelantar investigaciones preliminares contra los altos funcionarios previstos en el artículo 99 de la Constitución, sin permiso del Congreso ni de la Comisión Permanente- fue acogida por la Fiscal de la Nación. Solo que resultó inevitable que ella acabara percatándose de que, a diferencia de los demás altos funcionarios del Estado peruano, el presidente de la República goza de una inmunidad que exhibe muy contadas excepciones y que, siendo la acusación el corolario de una investigación, resulta absurdo adelantar investigación contra quien no se puede acusar.
II
Así, lo que en realidad ha hecho la decisión de la Fiscal de la Nación es poner sobre la mesa la urgencia de repensar el diseño de la responsabilidad constitucional del jefe del Estado. Una discusión que se ha visto sofocada, alternativamente, por el poder del presidente de la República sobre los medios de comunicación y los “líderes de opinión” que lo sirven sin medida ni clemencia o porque los representantes al Parlamento se inhiben de plantear iniciativas que pudieran incomodar a sus líderes, naturales aspirantes a la presidencia, a la hora de una eventual victoria.
No obstante, la evidencia empírica siempre es obstinada y suele empeñarse en no desaparecer. Pues bien, aquí está. Nuevamente ante nuestros ojos para plantearnos el problema de si conviene mantener el diseño constitucional cuasi monárquico que tenemos de la responsabilidad constitucional del jefe de Estado. Me explicaré. En nuestra Ley Fundamental, el presidente de la República no responde por los actos que ejecuta durante su mandato. Si son de gobierno, traslada la responsabilidad al o los ministros que los refrendan, quienes son individualmente responsables por ellos. Si son particulares, la Constitución no prevé qué se hará.
El artículo 117 de la Constitución estatuye que, durante su mandato, el presidente de la República sólo puede ser acusado por traición a la Patria; por impedir las elecciones presidenciales, parlamentarias, regionales o municipales; por disolver el Congreso, salvo en los casos previstos en el artículo 134 de la Constitución, y por impedir su reunión o funcionamiento, o los del Jurado Nacional de Elecciones y otros organismos del sistema electoral. Nada más.
III
Ciertamente, resulta interesante repasar la genealogía de ambas reglas constitucionales. La Constitución de Cádiz estatuyó la sacralidad e inviolabilidad de la persona del Rey, excluyéndola de toda responsabilidad. El artículo 78 de la Carta de 1823, en cambio, hizo responsable al presidente de la República de los actos de su administración, correspondiendo al Senado Conservador acusarlo ante el Poder Judicial. La Constitución Vitalicia de 1826 introdujo el concepto de irresponsabilidad presidencial, al punto que no podía ser acusado por causa alguna. La Carta de 1828 revirtió eso y, amén de hacerlo expresamente responsable por sus actos (artículo 88), permitía que la Cámara de Diputados lo acusara por traición, atentado contra la seguridad pública, concusión, infracciones de la Constitución y todo delito cometido en el ejercicio de sus funciones que mereciera pena infamante. Los artículos 23 y 78 de la Constitución de 1834 repitieron la fórmula de responsabilidad presidencial de la Carta de 1828.
Un giro opera con la Constitución de 1839, que en su artículo 35 limitó las causas de acusación del jefe de Estado al atentado contra la independencia y la unidad nacional, mientras que, sin dejar de atribuirle responsabilidad por los actos de su administración, solo permitía hacer efectiva esta última al vencer su mandato. La pasajera Constitución de 1856 sometía a todo funcionario a juicio de residencia y a responsabilidad conforme a ley (artículos 11 y 12), pero en el caso del presidente solo podía llevarse a cabo si vacara de hecho el cargo o concluyera su mandato. Aunque los artículos 60 y 61 de dicha Carta permitían que la Cámara de Diputados lo acusaran ante el Senado, durante su mandato, por infracciones directas de la Constitución.
La longeva Carta de 1860, en su artículo 65, estableció que no podía ser acusado durante su mandato, salvo por los supuestos de traición, atentar contra la forma de gobierno y disolver el Congreso o impedir su reunión o suspender sus funciones. La fórmula fue repetida en el artículo 83 de la Carta de 1867 y el artículo 96 de la Constitución de 1920. El artículo 150 de la Carta de 1933 eliminó el atentado contra la forma de gobierno y agregó el impedir o dificultar el funcionamiento del Jurado Nacional de Elecciones, ruta que siguió el constituyente de 1978, pero incluyendo al Tribunal de Garantías Constitucionales. El constituyente de 1993 recogió casi textualmente el artículo 210 de la Constitución de 1979, excluyendo de los órganos interferidos al de control de la constitucionalidad.
IV
Ahora bien, a la luz de la evolución constitucional del modelo de responsabilidad presidencial se puede advertir que la irresponsabilidad presidencial estuvo atada a la presencia de caudillos en el poder: Bolívar y la Constitución Vitalicia, Gamarra y la restauración posterior al fracaso de la Confederación Peruano-Boliviana, Castilla y su fallida Revolución Liberal, Leguía y su constituyente para perpetuarse en el poder, El Congreso Constituyente de 1931 y su impronta fascista. Una excepción extraña es la Asamblea Constituyente de 1978, convocada de salida de una dictadura, pero que optó por mantener el diseño de la Carta de 1933 en ese extremo.
Los tiempos de los jefes de Estado inviolables e irresponsables han pasado. Es, justamente, la admisión del dogma democrático, según el cual, el poder emana del pueblo, lo que hace más perentoria y urgente la exigencia de que se rinda cuentas ante el país y la justicia. El presidente de la República de un Estado constitucional no puede seguir pareciendo un monarca absoluto. Sin embargo, la exigencia de hallar un justo equilibrio entre ese imperativo democrático y moral, que reclama limpieza de conducta a quienes representan al pueblo, y la necesidad de no sustraer al presidente de la República de sus altas responsabilidades por causas baladíes o afanes vengativos, hace aconsejable acoger la propuesta que Francisco Eguiguren hiciera en su tesis doctoral:
«Por ello lo más adecuado sería realizar una reforma constitucional del Art. 117º de la Constitución, que incluya como nuevas causales específicas para la acusación del Presidente de la República mientras ejerce el cargo, la comisión de graves delitos de función, (corrupción, enriquecimiento ilícito, violación de derechos humanos), de graves delitos comunes dolosos o de serias infracciones de la Constitución. Obviamente la determinación de los casos que configuran este carácter grave de los delitos de función, delitos comunes o infracciones a la Constitución correspondería al Congreso, mediante el procedimiento de Juicio Político, exigiéndose una mayoría calificada para aprobar la acusación y el sometimiento a juicio, así como para aplicar eventuales sanciones de destitución del cargo o inhabilitación. En este sentido, los criterios establecidos por la sentencia del Tribunal Constitucional respecto a las mayorías requeridas, podrían ser tomados en consideración.»
La Comisión de Constitución y el Pleno del Congreso de la República tienen la palabra.