I
El experimento democrático más largo de nuestra historia ha llegado al jardín donde los senderos se bifurcan. Ante nuestros ojos se alzan dos opciones indeseadas, ninguna de las cuales representa las esperanzas de las grandes mayorías nacionales. Eso está claro. Aunque, paradójicamente, cada una de ellas sí encarna lo que, respectivamente, odia con vehemencia cada una de las mitades en que se ha dividido el país.
Pedro Castillo es el fantasma de la Navidad pasada -en realidad, de las navidades desde Velasco hasta 1992-, con su prédica de la igualdad con desprecio de la libertad y Keiko Fujimori es el fantasma de la Navidad presente -que habita entre nosotros desde las reformas económicas de 1993 en adelante-, apegada a una libertad desdeñosa frente a la igualdad. Una vez más, ambos grandes valores en pugna nos llevan a un final de juego que nadie buscó conscientemente, pero al que llegamos arrastrados las pulsiones autodestructivas desatadas en nuestro inconsciente colectivo.
Una polarización como la que se da por el perfil de las opciones en competencia -que no dan espacio a la coexistencia- convierte en un truismo absurdo señalar que somos un país dividido. No es novedad. Todos los países, todas las naciones y todos los pueblos, en general, padecen divisiones en la medida en que abigarran una diversidad de personas. Las grandes democracias las resuelven haciendo real el valor del pluralismo político. Así evitan verse obligadas a elegir entre opciones de todo o nada. Nosotros no. Creemos que nos irá bien danzando como locos al borde del abismo.
II
Muchas personas, en los medios de comunicación y las redes sociales, se preguntan qué hemos hecho tan mal para llegar a este punto y para responderse arriesgan diversas hipótesis. Aunque la más repetida sea la que culpa, exclusivamente, a los gobernantes y su corrupción, a los políticos y su desprecio por las instituciones. También al egoísmo y la falta empatía de los ricos que no hacen beneficencia. No defiendo a los gobernantes ni a los políticos, mucho menos a los ricos. Pero, no creo que el problema se resuelva con el viejo juego del Gran Bonetón, que carga la culpa al bonetón del color que esté a la mano.
El Perú no ha llegado a este disparadero por una sola causa o por dos o tres de ellas. Ningún problema como el que vivimos tiene una explicación tan simple y llana como las que se presentan hoy con ingenua jactancia intelectual. Son coartadas para liberarse de toda responsabilidad. Culpar a gobernantes, políticos y ricos permite libra de culpas a la «academia», a la prensa, a los dueños de medios de comunicación y a la ciudadanía toda. Llegamos todos hasta aquí -unos por acción y otros por omisión- guiados por una partida de cretinos glorificados que buscó destruir a todos para que el poder cayese de maduro en sus manos y acabó jugando al «nadie sabe para quién trabaja».
En los magníficos años finales de la primera década de este siglo, el mundo entero buscaba explicarse por qué el Perú, marchando tan bien, se sentía tan mal. Éramos la estrella latinoamericana que brillaba en el firmamento económico mundial, crecíamos a tasas asiáticas y reducíamos vertiginosamente la pobreza. Parecíamos haber comprendido, por fin, que no hay mejor programa social que el empleo adecuado que se multiplicaba en el país. Pero, ¿era realmente que el Perú se sentía mal? No, lo hacían sentirse mal.
III
Hartos de estar bien y de sentirnos mal, nos llevaron a elegir la «Gran Transformación» transmutada en «Hoja de Ruta» y consolidada en la promesa de «Honestidad para hacer la diferencia». Todos sabemos cómo acabó esa historia, ¿no? Perdimos velocidad de crecimiento, se ralentizó la reducción de la pobreza, el empleo dejó de ser tan abundante y el superávit fiscal se convirtió en déficit que se cubría con endeudamiento. Lima cayó en manos de quien decía que «el miedo no mate a la esperanza» y juraba su fementida inmunidad frente a la corrupción. Tampoco hemos olvidado el desenlace trágico de ese cuento, supongo. La ciudad de Lima fue detenida.
¿Por qué desdeñamos el bienestar y nos entregamos a la incertidumbre y la ineptitud mezcladas con la corrupción? Si es que alguien lo ha olvidado, fue por la prédica constante de «académicos» caviares, periodistas y medios de comunicación, quienes hoy levantan su dedito acusador contra todos. Todos ellos subyugados por los encantos de la corrección política y sometidos a los dogmas de la progresía, pusieron en sordina su opción ideológica, para proceder a destruir impunemente desde el mundo de las ideas todo lo avanzado.
Sí, la vanguardia «académica», los compañeros de ruta del periodismo y los tontos útiles de los dueños de los medios de comunicación contribuyeron en mucho a crear esta debacle. La vanguardia académica -compuesta, en buena parte, de los últimos herederos del general Velasco que dictan cátedra democrática (¿?)- era fundamentalmente militante de la izquierda caviar. Los periodistas la encontraban chic porque no entendían lo que les decía y, además, creían que al repetir sus monsergas lucían inteligentes, y los dueños de los medios de comunicación hallaban útiles a ambos para exorcizar su pasado fujimorista.
IV
Cierto es que nunca nos hemos querido mucho entre nosotros. Somos el país de Huáscar y Atahualpa, de pizarristas y almagristas, de Aprismo y antiaprismo, del incesante unos contra otros. País de capituleros. Pero, jamás lo hemos sido más que en la última década, caracterizada por una siembra indiscriminada de odio que llegó a niveles de delirio. «Académicos» -en verdad, licenciados vidriera-, periodistas y medios de comunicación jugaron el juego de la destrucción del sistema político. No de todo el sistema, me corrijo. Solo de los que representaban un obstáculo para el advenimiento del paraíso caviar con que soñaban. Narcotizaron a Alan García por las conmutaciones de pena, bautizadas como «narcoindultos» por instrucciones de Luis Favre, y narcotizaron a Keiko Fujimori en las postrimerías de la segunda vuelta de 2016, sin importar que no hubiera pruebas.
Luego se usó de la persecución penal para degradar y deslegitimar al contendor. Así como los inquisidores colgaban el sambenito de hereje o bruja a quien deseaban eliminar, fueron plantándole el mote de «corrupto» o «lavador de activos» a sus blancos y, solo para asegurarse de no ser detenidos, a quien se atreviera a defenderlos. El cálculo era endiabladamente sencillo: eliminados los competidores, el poder caería en sus manos como fruta madura. Bastaba con persistir y esperar. Los periodistas y los medios de comunicación formaron la caja de resonancia de las interesadas filtraciones de un equipo fiscal que jugaba a la política con cara de yo no fui y se negaron a darle a los acusados, para defenderse, el mismo tiempo que daban a sus acusadores.
Todo iba a pedir de boca. La vanguardia caviar parecía tenerlas todas consigo. Se había asociado con el poder de turno y reinaba soberana en la «academia», el periodismo y los medios de comunicación, el Ministerio Público, el Poder Judicial y la Junta Nacional de Justicia. Hasta los CEOs de los bancos bailaban al son que ella tocaba. Era cuestión de tiempo para que pudieran alcanzar todo el poder y, entonces y solo entonces, hacer realidad el sueño de Gramsci.
IV
El Aprismo no supo cómo de la trampa, pero el fujimorismo sí encontró una forma por la vía de abrazarse tercamente al recuerdo de 1990-2000. Sobrevivió al sofocón. Tres ingresos de Keiko Fujimori al Establecimiento Penitenciario Anexo de Mujeres de Chorrillos, sucedidos por tres excarcelaciones, no fueron suficientes para eliminarla de la escena política. Igual terminó en la segunda vuelta. ¡Sorpresa, sorpresa!
Por su parte, los candidatos favoritos de la vanguardia caviar, sus periodistas y medios de comunicación, con sus ridículos los, las y les del «lenguaje inclusivo», y su plataforma de matrimonio homosexual y defensa del aborto fueron abrumadoramente rechazados por el Perú. A contramano, un izquierdista radical que ni siquiera figuraba entre «Otros» en las encuestas amañadas se alzó con el primer lugar y les enseñó qué quería decir don Manuel González Prada cuando advertía que «el sueño del vencedor tiene amargos despertares».
Sí, la ociosidad y corrupción de los políticos -cualidad no exclusiva de la derecha, sino extensiva a todas las corrientes políticas, especialmente de la izquierda marxista- y la estupidez y frivolidad de nuestra plutocracia analfabeta han contribuido en mucho para traernos hasta aquí. Pero, no son las principales fuerzas que causaron esto. No cabe olvidar el aporte del desmesurado apetito de poder de la izquierda caviar, los galimatías de sus «académicos» y la complicidad de periodistas y medios de comunicación, grandes motores de este desastre que se incrementa cuando se atribuye «incertidumbre e improvisación» a un candidato, mientras se endilga a su competidora «abuso de poder y corrupción». Soslayando que el paso de la izquierda marxista por el poder, aquí y en Sebastopol, ha sido corrupto y antidemocrático.
Epílogo
El domingo 6 de junio a las siete de la noche habrá caído el telón. Desde ese momento, solo habrá que esperar el resultado oficial. Como se supone que será muy apretado, emergerá una nueva amenaza: la intervención de un JNE tan decaído en su credibilidad que su propio Tribunal de Honor del Pacto Ético Electoral renunció por «no encontrar apoyo leal ni logístico». La penumbra envolverá, así, un resultado electoral ya de por sí problemático. Nuevas asechanzas e incertidumbres amenazarán a nuestra casi exánime democracia.
La lección que debería quedar grabada en la cabeza de los aficionados a la ingeniería social -sean «académicos», periodistas, dueños de medios de comunicación o CEOs de bancos, financieras, aseguradoras y AFPs- es que, en un mundo cada día más complejo y diversificado, resulta imposible conducir al pueblo en la dirección que uno desea y lograr que los procesos sociales desemboquen donde uno proyecta. Son tantas las variables en juego que ningún ser humano o grupo de seres humanos puede controlarlas.
«Académicos», periodistas y dueños de medios de comunicación deben renunciar a la pretensión de dirigir a la opinión pública. Los dos últimos tienen que cumplir con el deber de entregar información veraz, actual y de interés público, a que todas las personas tienen derecho para construirse una opinión informada y garantizar que todas las corrientes de opinión pública concurran y compitan, en igualdad de condiciones, dentro del libre mercado de las ideas, esencial para asegurar la existencia de una genuina democracia. Solo así, si el domingo que viene salvamos nuestra democracia, podremos impedir que nos vuelvan a poner a danzar como locos al borde del abismo.