Protocolos sanitarios aseguran que no haya aglomeraciones
El 6 de octubre pasado, el presidente Vizcarra declaró que “incluso estamos conversando con la Iglesia para que gradualmente podamos, a partir del próximo mes, abrir las iglesias, pero todavía no dar el servicio religioso (…)”. Qué curioso. Parece que el presidente Vizcarra ignora que esas “conversaciones” ya debieron darse hace varios meses, cuando la Conferencia Episcopal peruana presentó sus protocolos para la reapertura del culto en mayo y en junio.
Más aún, Vizcarra parece ignorar que ya en algunos lugares del Perú las iglesias están abiertas e incluso hay culto público. En Arequipa lo están, aunque sin culto público, por lo menos desde fines de septiembre. Está abierta, entre otras, la iglesia de San Agustín, santuario local del Señor de los Milagros. Asimismo, en la catedral de Chiclayo, diócesis gobernada por monseñor Robert Francis Prevost OSA, que no es para nada un “ultra” ni un “negacionista”, se da desde hace varios meses (precisamente desde el 1 de julio) culto público de lunes a sábado y en varios horarios, con los debidos protocolos -como es obvio- sin que haya ocurrido rebrote alguno. Me consta por testimonios directos que sigue así. En el caso de Lima, el cierre absoluto de su vida religiosa se debe a una decisión expresa de su arzobispo en un decreto. Pero en otras jurisdicciones eclesiásticas ya se estaban dando pasos para la reapertura de las iglesias y del culto en los próximos días. Por lo menos hasta que el presidente soltó este último exabrupto.
¿Pero a qué se debe que haya dicho algo que no corresponde con la realidad? ¿Será que, como se ha demostrado ampliamente a lo largo de la emergencia, Vizcarra no tiene idea de lo que realmente ocurre en el Perú y habla por hablar? ¿O será más bien que, con su clásica doblez, está insinuando una prohibición o, al menos, una amenaza velada para que se cierren los lugares de culto ya abiertos y se desista de abrir otros? Sea cual sea la respuesta, ya podemos darnos cuenta una vez más de la clase de persona que nos gobierna y de por quiénes nos toma.
Una de las constataciones más tristes de la cuarentena en el Perú es comprobar la incapacidad que tienen amplios sectores de todas las tendencias doctrinales de comprender qué es un derecho fundamental. Algunos, más vulgares aun, sostuvieron que permitir el culto público sería como autorizar las fiestas con cien invitados o las “pichanguitas”, ignorando que el culto público es un derecho fundamental consagrado expresamente por la mismísima declaración universal de los derechos humanos de 1948, que en el Perú tiene rango constitucional y en teoría es lo más cercano a lo sagrado en la mentalidad progre, mientras que las otras prácticas de la vida social no tienen ese rango. Y que aunque haya a quienes les parezca “no esencial” o absurdo el ejercicio de ese derecho, debe recordárseles que eso no interesa y que los derechos fundamentales deben reconocerse y defenderse, aun si no se comparten.
Por otro lado, los protocolos de la Conferencia Episcopal aseguran el cumplimiento absoluto del decreto supremo que prohíbe las “aglomeraciones” con los aforos reducidos y el horario múltiple de celebraciones en edificaciones amplias, entre otras medidas. Y si quizá algún ignorante piensa argüir que “no hay garantía” de que esos protocolos se cumplan, pues basta señalarle que durante la emergencia la Iglesia ha demostrado tener una eficiencia logística y humana mucho mayor a la del Estado, pues no ha interrumpido sino más bien acrecentado su labor asistencial alimentaria salvando a millones de la inanición. Por no mencionar las innumerables gestiones por las plantas de oxígeno y tantas otras historias de heroísmo y compromiso que las distintas confesiones han demostrado en estos días terribles. Solo esto bastaría para demostrar lo evidente: que una parroquia en el Perú está mucho más capacitada para cumplir estrictamente con los protocolos que una sede del Banco de la Nación o una comisaría, por ejemplo.
Las más altas magistraturas de Francia y Alemania le han enmendado la plana al Estado en lo que respecta a la restricción del culto público durante las cuarentenas. Incluso el Consejo de Estado francés le dio al gobierno de Macron ocho días de plazo para reabrir las iglesias. El Tribunal Constitucional alemán, por su parte, ha llegado a reconocer que el cierre de iglesias fue una “grave intromisión” contra un derecho fundamental. Pero aquí en el Perú no faltará el teófobo disfrazado de sanitarista que dirá que estos derechos fundamentales solo pueden ejercerse en países desarrollados y que nosotros, por pobres, deberíamos olvidarnos de ellos si el Estado lo dicta así. ¡Qué buena raza! Sí somos buenos para calcar cuarentenas pensadas para realidades donde no existe la economía informal, pero a la hora de ejercer nuestros derechos fundamentales ahí volvemos a ser una Ruanda cuartomundista en la que nuestro deber es ser un buen esclavo y callar.
Pero veamos cómo va nuestro barrio hispanoamericano: Guayaquil, el otrora epicentro de mortalidad mundial de la pandemia, tiene culto público desde el 15 de julio. En Colombia, desde el 1 de septiembre se han reabierto las iglesias y el culto. En Bolivia ocurre lo propio desde el 17 de julio en Santa Cruz y en La Paz desde el 13 de septiembre. Finalmente, en Chile, el culto público volvió a partir del 21 de septiembre. De manera oficial en todos los casos y sin que se registre ninguna hecatombe sanitaria.
Solo el Perú permanece en este limbo extraño. Lo que me hace pensar en ocasiones en intentos misteriosos de control totalitario de las conciencias por parte de algunos ideólogos enquistados en el Poder Ejecutivo. Y, más lamentable aún, en una complicidad nefanda por parte de clérigos ideologizados y otros quintacolumnistas.
Esperemos que luego de la boutade presidencial los lugares donde las iglesias se han reabierto no reculen en su decisión. Y que los sacerdotes y obispos de otros lugares se animen, motu proprio, a restablecer lo más pronto posible el culto divino y apacentar a sus feligreses. El Estado, muy probablemente, no hará nada al respecto si observa vigor y decisión por parte de los pastores.
No vaya a ser que su rebaño acabe por abandonarlos por su debilidad y pilatismo.