Podría perderse lo avanzado en casi 30 años
A diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que tiene una Constitución vigente desde el año 1787 –es decir, hace 233 años–, con apenas 27 enmiendas, el Perú durante su vida Republicana, que celebrará su bicentenario en julio del 2021, ha tenido 12 constituciones, incluida la de 1993. Entre las grandes diferencias entre estos dos países, queda totalmente clara la absoluta estabilidad y predictibilidad jurídica de EE.UU. frente a la precariedad de la nuestra. En un caso la ley de leyes, la Carta Magna que es la Constitución, se mantiene por más de dos siglos; mientras que en el otro, la última Constitución tiene apenas 27 años y ya se quiere cambiar.
Por cierto, la Constitución no está escrita en piedra y puede, por tanto, ser ajustada vía enmienda. Pero buscar redactar otra luego de un periodo tan corto, y bajo absurdos argumentos (como veremos luego), es inaceptable por el serio perjuicio que se hace a un país como el Perú, que es una República Constitucional pues se rige por la ley, la que está detallada en lo sustantivo en su Carta Magna. La inestabilidad que genera este despropósito es significativa en cualquier circunstancia; pero más en una coyuntura como la actual, con Gobierno transitorio, en plena pandemia, con una profunda recesión económica e inmerso en un proceso electoral para elegir el próximo Ejecutivo y Congreso.
Por ello, entre otros aspectos, horrorizado escucho decir (o leo) que las constituciones responden a la moda, a la corriente, a los sesgos o la realidad del momento, y que por tanto no debe llamar la atención que desde diferentes ámbitos se manifieste la necesidad de cambiarla. Nada más inverosímil pues ellas, en lo sustantivo, en lo medular, no pierden vigencia y se mantienen como la norma jurídica fundamental. Basta en nuestro caso una rápida lectura a la Constitución de 1993. ¿Los derechos sociales y políticos, así como los fundamentales de las personas, cambian según la coyuntura? ¿Sucede lo mismo con los aspectos básicos de los poderes del Estado? Por cierto que no.
También están los argumentos de aquellos que achacan a la Constitución los diversos problemas de carácter social, político y económico que enfrenta el país, e incluso los nefastos resultados sanitarios y económicos que hemos tenido como resultado del pésimo manejo de la pandemia. ¿Ha impedido acaso la Constitución realizar las reformas en pro del capital humano como la de la salud y educación? ¿O realizar lo mismo en favor de la innovación, ciencia y tecnología? ¿O incluso no llevar adelante las inversiones en infraestructura y en sectores claves como el energético y minero? Por supuesto que no. Ha sido la incapacidad de los gobiernos de turno lo que mantiene pendiente las reformas estructurales. Y en el caso de las inversiones, el profundo retroceso que ellos han ocasionado al ambiente de negocios y el pésimo manejo de los conflictos sociales, preñados estos de carga política de los enemigos del sistema que, so pretexto de defender el medio ambiente, incitan a los lugareños aprovechando su descontento por la falta de infraestructura, servicios básicos y situación profunda de retraso.
Como todo esto no resiste debate alguno, se ha utilizado recientemente a las marchas realizadas en relación a la vacancia presidencial, atribuyendo que una de las razones es la demanda por una nueva Constitución. Y que esto parte esencialmente de los jóvenes, pues se aduce que eran ellos la mayoría de los que realizaban las manifestaciones. Sin perder de vista que este grupo poblacional ya era, desde antes de la pandemia, el más golpeado por la falta de empleo, dado el insuficiente crecimiento económico del último quinquenio, que se agravó con el Covid-19, lo que generaba descontento y frustración, no es una lectura correcta asociar esta coyuntura a la necesidad de un cambio de Constitución, la que seguramente no todos los que han marchado han leído o entendido. Además, no es la “grita” momentánea de la calle, aún cuando incluya este tema, lo que debe conducir a un cambio de la Carta Magna.
Todo lo anterior termina siendo “hojarasca” pues lo que realmente quieren los que aducen la necesidad de un cambio en la Constitución de 1993 es eliminar su régimen económico, el de una economía social de mercado. Y que en los detalles incorpora lo sustantivo del programa económico estructurado e implementado en el bienio 1991-1992, que comprende los fundamentos macroeconómicos que aseguran estabilidad y ponen los cimientos para aspirar a crecer de manera sostenida. Lo que cuestionan quienes quieren cambiar la Carta Magna es la autonomía del Banco Central de Reserva, la subsidiaridad del Estado en materia empresarial, los derechos de propiedad y la libre competencia, la igualdad de trato a la inversión nacional y extranjera, entre otros aspectos.
La mejor muestra del resultado económico logrado en el periodo 1994-2019 de vigencia de la Constitución de 1993 son los múltiples indicadores socioeconómicos conocidos por todos, no obstante el deficiente manejo realizado en la década del 2010. En particular resalto la profunda caída de la pobreza global y extrema, de alrededor del 55% al 20%, y de 23% a 3% de la población, respectivamente; así como el incremento de la clase media, de aproximadamente 17 a 45% de la población. Falta mucho por hacer, qué duda cabe, pero el resultado en términos de mayor y mejor bienestar es claro.
Estemos atentos, pues la coyuntura actual es muy delicada y puede haber más de una sorpresa. Ha costado mucho avanzar en las tres últimas décadas, en especial en las dos primeras, lo que puede perderse si continúan los despropósitos de carácter económico de quienes están contra el sistema.