La desigualdad, el gran mal de este comienzo de siglo
Sorpresa, extrañeza, quedarse de una pieza. La historia de los Estados Unidos no ha dejado de ser una serie de conflictos, desde su independencia, y cuando los blancos invadieron las llanuras de los indios del Oeste. Pero eran guerras, incluso en la civil de 1860-1865, o en los momentos en que se mata a algún presidente —a Lincoln, a los dos hermanos Kennedy—, resulta tan chocante como lo que planetariamente hemos visto. Nos referimos por supuesto al «Asalto de seguidores de Donald Trump al Capitolio que remece a Estados Unidos». Esa noticia es la primera plana del diario El Mercurio de Chile y probablemente algo semejante en otros países. Noticia y asombro, el efecto emocional en la historia contemporánea solo se puede comparar con el 11/09 del 2001 cuando dos aviones suicidas derriban las torres gemelas. Pero al menos, eran rivales, gente de Al Qaeda. Pero esta vez proviene de un presidente que pierde una elección, y sugiere por medio de Twitter un acto vandálico. La intención, «miles de personas ingresaron a la fuerza al edificio del Congreso para obligar a la suspensión de la sesión en la que se certificaba el triunfo de Joe Biden». Esto, en la vida americana, no ha ocurrido nunca.
Joe Biden dijo del caos en el Capitolio que «no representan a quienes somos realmente». Sin duda alguna, no se debe hablar de un pueblo estadounidense homogéneo, pero en este caso lo que hemos visto es una masa social compacta y combativa que ha trepado por las escaleras del Capitolio, y escalando los muros entraron por la fuerza en la Cámara de Representantes. Y Donald Trump, creyéndose vencedor, dice: «eso es lo que pasa cuando los grandes patriotas entran en la escena».
¿Los que se autotitulan patriotas? La verdad, no entiendo. Entre los que intervinieron pese a los gases lacrimógenos estaban los que se llaman «supremacistas blancos». Los que se consideran más americanos que nadie, ¿atacan a su sacro Capitolio? Me imagino entonces a una turba violenta de católicos que metan fuego al Vaticano. O musulmanes que rompen los muros de La Meca. La prensa dice que este ha sido un acto sin precedentes en la historia moderna de EEUU. Por mi parte, iría un poco más lejos. Supera a las utopías y a la imaginación del cine.
Una película que tuvo mucho éxito es Día de la Independencia. Los extraterrestres arriban e inician una guerra. Una nave espacial de los invasores se sitúa encima de la Casa Blanca, y un chorro de fuego de una energía desconocida, no solo incendia sino que la hace desaparecer por completo. Cuentan que el presidente Clinton, cuando vio la película, se echó a reír a carcajadas. Le preguntaron por qué. Y su respuesta fue: «eso es lo que quisiera el Congreso». Pero solo era un film. Hollywood se ha atrevido a diversas películas en las que cae la Casa Blanca, pero nunca pasan de ser golpes de Estado de baja potencia. ¿O acaso el pueblo que lee todos los días los tuits de Trump, ha querido ser el héroe cinematográfico de este siglo? Y en cuanto a Osama Bin Laden, diez años después, hallado en Pakistán, en una operación de fuerza cuando gobernaba Obama, lo matan. En algún momento cuando pasé por Nueva York, volví a visitar lo que había visto en ruinas de las famosas torres, y encontré no solo las torres sino el National September 11 Memorial, un museo, y algo muy americano, dos piscinas. Al parecer, lo que ha ocurrido esta vez ocupa hoy la justicia. Lo que ha pasado en el atentado al Capitolio es un síntoma muy profundo. Es una clara metáfora de la desconstrucción de una sociedad que se fragmenta. Desde Europa, Piketty subraya que los que la invadieron llevaban la bandera de los Confederados que perdieron la Guerra de Secesión.
¿Hay algún otro lenguaje que anticipa el oscuro futuro? Acaso no en la política pero sí en la ciencia ficción. Los americanos tienen más escritores en ese género que cualquier otra literatura, unos 300 y hablamos de los selectos. Entre ellos, un par, H. P. Lovecraft y Philip K. Dick. El primero, en su obra En las montañas de la locura (At the Mountains of Madness). Es el relato de una desastrosa expedición a la Antártida en 1930. Pero al lado de lo que hemos visto… En fin, hay que reconocer también a un gran escritor, Philip K. Dick, unos 121 relatos cortos, el creador de Blade Runner, el robot con conciencia y emociones. Dick se inspiró en su propia vida, obsesionado por las drogas, la paranoia, y la esquizofrenia, pero no pudo ir hasta ese extremo de las masas que llegaron al Capitolio. Entonces, ¿qué tiempo es este? ¿El de los Estados Unidos de este siglo? ¿Los hechos reales superan el mundo de lo imaginario?
No me tomen por un antinorteamericano. Su cultura nos baña, quiérase o no. Como peruano —mejor dicho, desde que era niño—, tuve mi Norteamérica de los cómics y el cine. ¿Qué niño de entonces no la tuvo? Me refiero a nuestros mejores amigos, Pato Donald por ejemplo. Personaje de Disney, por lo general renegón, nunca entendí por qué se vestía como marinero. Cuando tuve más años, descubrí que venía de más lejos, por el año 1931. Con el tiempo le pusieron los sobrinos. Y una novia, Daisy. Me encantaban los zapatones que se ponía. En cuanto a Mickey Mouse ocurre que te hace amigo pero también de los suyos, Pluto, Minnie Mouse.
Mucho más tarde, en los días del presidente Kennedy, recibí una invitación. La embajada americana invitaba a jóvenes de los partidos políticos en el Perú. Yo había sido cuando sanmarquino, uno de la juventud comunista. Por eso mismo me invitaron. Éramos unos 10, de todas las tendencias, y nos desplazaron por diversos Estados y nos hicieron conocer el sistema interno de los partidos norteamericanos, desde las elecciones primarias hasta el resultado final de las elecciones. Conocimos a Kennedy y a su hermano. Luego, no habré vivido en los Estados Unidos, pero no dejé de visitarlos. Tenía un hermano, médico, Federico Rojas Samanez, que vivía en California. Y cuando era profesor en la Polinesia Francesa, en los viajes que eran frecuentes rumbo a París, podía detenerme unos días en su casa.
Ahora bien, la gran cuestión, aparte del fenómeno Trump, es intentar entender qué le pasa a la potencia americana. ¿No es acaso una sociedad que quiere un cierto repliegue? ¿Mientras por otra parte quieren seguir siendo los dueños del mundo? Sinceramente no entiendo. ¿Tan lejos va la ambición de poder de los parias blancos, pobres o rurales, los que llaman «white trash», lo que quiere decir algo como ‘chusma blanca’? Los que conocen a fondo la cultura americana dicen que eso se remonta a cuando los primeros colonos americanos se instalaron en Virginia, y eran apenas sirvientes de los que ya estaban establecidos. Vaya por Dios, entre ellos mismos, subproletarios de los proletarios mismos. Un profesor de estudios francoamericanos, Carol Anderson, dice que el espíritu del Ku Klux Klan —la organización de supremacistas—, toma esas formas: «el estallido de la cólera blanca es inevitable al avance de los negros».
Es paradójico pero los Estados Unidos son la víctima del modelo neoliberal que ellos establecieron en los inicios de los 90, cuando se hunde el rival, el Estado soviético. Esperábamos un periodo de progreso pero lo que se instala es una revolución conservadora en ambos lados del Atlántico. Comenzó con Margaret Thatcher y siguió con Reagan. El menú lo sabemos: exaltación del mercado, privatización de las empresas públicas, sindicatos disueltos, precarización e inseguridad en el empleo. El resultado es que el neoliberalismo ha acentuado las luchas sociales y culturales. Según The New York Times, la clase media americana que era la más rica del mundo, ya no lo es. «En los últimos treinta años, los ciudadanos de otros países avanzados se encuentran mejor». Y lo que es peor, los jóvenes americanos entre los 16 y 24 años, están detrás de los de Canadá, Australia y Japón. ¿Y este es el modelo hegemónico para el capitalismo mundial? Hay, pues, un malestar. Las desigualdades se abren en casi todas las sociedades avanzadas.
Por si acaso, la crítica al nuevo Imperio no proviene de socialistas o marxistas. Uno de ellos es americano y Premio Nobel de Economía, y señala cómo el impacto destructor del libre intercambio empobrece a las clases medias y populares. Se llama Joseph E. Stiglitz. Léalo, amigo lector, tiene respuesta al malestar general en el mundo. A las grandes corporaciones que dominan la economía de la finanza (no la de inversión, por eso no hay novedades ni nuevos productos), no les importan ni las sociedades, ni los Estados ni las diversas naciones y culturas. Y se hunde el propio capitalismo porque la fuente de la prosperidad fue otro tipo de modelo económico. Hoy se siembran desigualdades, el gran mal de este comienzo de siglo, no la pobreza.
La gran potencia americana era cuando el auge de Silicon Valley. O bien cuando la NASA envía al espacio, el 16 de julio de 1969, el Apolo 11 y dos astronautas, Armstrong y Aldrin, que pisaron la superficie lunar por primera vez. Entonces era admirable.
¿Cómo es posible que en la nación donde se inventaron tantas cosas —entre ellas, la actual tecnología— se elija a una persona que no cree que existen las modificaciones climáticas ni los virus que atacan a los seres humanos? Qué desatinado riesgo que esa persona haya tenido en sus manos el botón rojo y el código de lanzamiento de armas atómicas durante todos estos años. Trump no es otra cosa que un «hijito de papá». Un riesgo para América y el género humano. «Golpe de Estado». «El día de la infamia». Sin duda, pero Donald Trump no es sino «el profeta de la decadencia». Lo ha dicho Scott Clement, en nada menos que The Washington Post, en noviembre del 2016. A veces los periodistas son los profetas de nuestras desgracias. Ojalá no lo veamos de nuevo en cargo alguno. Que compre y venda inmuebles, y punto.